Opinión

APUNTES DESDE EL BORDE DEL YO

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Quien no es feliz con poco, no lo será con mucho.
Lao-Tse

Cuanto más te alejas de ti mismo, más difícil será encontrarte.
Lao-Tse

Eres el testigo no tus pensamientos.

Ram Dass, nacido un 6 de abril de 1931.


I. El que ve

Hay una parte de ti que observa sin interferir.
No reacciona, no se justifica, no busca sobresalir.
Solo está.
Presente.
Como el cielo detrás de las nubes.

Esa presencia ha estado desde siempre.
Ha visto pasar cada emoción, cada pensamiento, cada impulso.
Sin apegarse.
Sin querer tener el control.

El ego dice: “yo pienso”, “yo sufro”, “yo tengo la razón”.
Pero en el silencio, todo eso se apaga.
Y entonces surge algo más quieto:
Una forma de estar sin conflicto, sin esfuerzo.

Eso que ve no es una idea, ni una historia.
No es el personaje que uno construye para el mundo.
Es simplemente darse cuenta.
Estar aquí, sin miedo, porque ya no hay nada que proteger.

Solo queda el ser.

2. El rostro que se borra

Llega un punto, al final de toda búsqueda sincera, en que las palabras ya no alcanzan.
No es una epifanía ni una meta; es como si el yo, cansado, se deshiciera en silencio.

Ya no se necesita convencer a nadie, ni definirse.
Porque todo eso ocurre en la superficie, y esa superficie empieza a resquebrajarse.

El nombre, la historia, los logros…
De pronto todo eso pierde peso.

No se trata de rechazar la vida, sino de mirar más hondo,
donde el teatro del yo ya no parece tan real.
Las formas pasan, como nubes en el cielo,
y uno ya no intenta atraparlas.

En esa disolución no hay pérdida.
Solo una calma nueva, como si la conciencia regresara a casa.

Ya no se busca ser especial.
Incluso la autenticidad puede ser una máscara.
Y cuando eso también cae, queda una presencia sin rostro.
Solo vida, sin adjetivos.

Allí, justo cuando el yo se desvanece, aparece la libertad.
No como conquista, sino como lo que siempre estuvo.

3. El arte de soltar

Soltar no es huir ni rendirse.
Es dejar ir lo que ya no es necesario.
Morir, un poco, a las ideas que nos sostenían.

Se suelta una certeza, y también la necesidad de tener razón.
Se suelta una imagen, y ya no hace falta agradar.
Incluso se suelta el deseo de despertar.

Y algo cae. Pero también algo se aligera.

El ego sufre, porque fue hecho para retener.
Pero hay algo más profundo que no se agarra.
Esa parte no conoce el miedo a perder.

Todo lo que se aferra, duele.
Porque lo vivo necesita moverse.
Y lo que somos, en el fondo, es un río.

Soltar es confiar.
No en una idea, sino en el movimiento mismo de la vida.
A veces, confiar en el abismo.
En que la caída es solo otra forma de abrirse.

Y entonces aparece un ritmo nuevo.
No hay más que proteger.
Ni siquiera la búsqueda.
Porque eso también se ha soltado.

4. La trampa del buscador

Buscar puede ser otra forma del ego.
El que busca quiere llegar a algún lado,
quiere ser alguien diferente.

Y así, aunque cambie de vestidura,
el yo sigue presente:
ansioso, comparando, esperando resultados.

Convierte la conciencia en un logro,
el silencio en una meta,
la unidad en una medalla.

Pero lo real no se encuentra.
Está antes de toda búsqueda.
Antes del esfuerzo, antes del deseo de despertar.

El buscador auténtico termina viendo la paradoja:
lo que anhela no puede alcanzarlo quien lo desea.

Y entonces todo se cae.
El camino, el mapa, el viajero.

Solo queda eso que siempre estuvo.
La casa que nunca se dejó.

5. El silencio no es ausencia

Hay silencios que oprimen
y hay silencios que revelan.

Uno está cargado de lo no dicho.
El otro es claro, como después de la tormenta.
No es vacío: es presencia.

El ego le teme al silencio real.
No al que simula mientras piensa su próximo argumento,
sino al que no le da nada donde afirmarse.

Y sin embargo, en ese silencio vive lo esencial.
No lo que se hace, sino lo que se es.
Atención pura, sin adornos.

El silencio no es lo que queda cuando callamos.
Es lo que somos cuando todo lo demás se apaga.

No se trata de huir del ruido.
Se trata de descubrir lo inmóvil que hay en medio del bullicio.

Ese fondo quieto
que nunca fue tocado por la historia, ni por la voz del yo.

Ese silencio no es ausencia.
Es libertad.

6. El ojo que no duerme

Hay una mirada que no necesita ojos.
No analiza, no compara.
Solo está.

No pertenece a nadie.
No hay un “yo” que la tenga.
De hecho, cuando aparece el “yo”, esta mirada se oculta.

Es la conciencia desnuda.
La que ha estado siempre, detrás de todo.

Pero el ego quiere apropiarse:
dice “yo estoy despierto”, “yo he visto”.
Y así, tapa lo que intenta alcanzar.

Esa mirada no duerme, porque no es del cuerpo.
No empieza ni termina.

A veces, cuando todo se aquieta,
cuando ya no se busca nada,
se revela.

No como una experiencia,
sino como lo que queda cuando no hay experiencia.

Y entonces se entiende:
no hay separación entre ver, lo visto, y quien ve.

Todo es uno.
Sin forma.
Sin fin.

7. El fuego sin forma

Hay un fuego que no quema.
No arde en un lugar.
No tiene llama, ni ceniza.

No lo enciende nadie.
Está ahí, siempre.

Pero solo se siente cuando ya no queda nada que sostener.
Ni el miedo a no ser, ni el deseo de ser alguien.

Ese fuego no explica.
No da respuestas.
No necesita.

Solo muestra.

El ego no puede tocarlo.
Se deshace si lo intenta.
Porque ese fuego no acepta espectadores.
Solo entrega.

Y, sin embargo, está aquí.
No hay que ir a ninguna parte.
Solo dejar caer las defensas.

No es pasión, ni logro.
Es lo que arde cuando todo se ha rendido.

Y en ese fuego —silencioso, sin dueño—
se consuma la búsqueda.

¿Estoy en casa? ¡Estoy!

En la radio resuena la canción "conversaciones conmigo mismo" de Juan Pardo.

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