Opinión

Del Evangelio a la Barbarie: La Muerte Política del ELN

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Hubo un tiempo en que el Ejército de Liberación Nacional (ELN) se proclamaba el brazo armado de los desposeídos, una especie de milicia celestial donde la teología y el fusil se entrelazaban en una cruzada contra la injusticia. No era una simple guerrilla: era un sacerdocio de la insurrección, un evangelio en llamas que pretendía redimir a los oprimidos a punta de pólvora y verbo.

Camilo Torres, el mártir primigenio, cayó sin disparar un solo tiro, y su cadáver se convirtió en la primera reliquia de este credo guerrillero. Su sueño era una revolución con sotana y fusil, una causa que debía ser tan pura como la hostia consagrada, tan implacable como el fuego del Apocalipsis. Manuel Pérez, el sacerdote llegado desde España, terminó de moldear esta secta armada, fusionando el Evangelio con el Manifiesto Comunista, proclamando la insurrección como un deber sagrado.

Pero los tiempos de misticismo terminaron. La moral del ELN no fue lo suficientemente fuerte para resistir la corrosión de la guerra prolongada. Lo que alguna vez fue un grupo de ascetas con balas, predicadores de la lucha armada con dogmas de hierro, terminó cediendo a los mismos demonios que decían combatir.

La herejía comenzó con los oleoductos volados en nombre de la patria saqueada, pero que pronto se volvieron moneda de cambio en el gran mercado de la guerra. Los sacerdotes-guerrilleros se convirtieron en mercaderes de la muerte, traficantes de petróleo y cocaína, cobradores de impuestos en las selvas donde la única ley es la del más fuerte. Si antes sus manos sostenían biblias y fusiles con idéntica devoción, ahora las usaban para contar billetes manchados de sangre y firmar pactos con los mismos caciques del crimen que en otro tiempo juraron erradicar.

La frontera entre causa y negocio se difuminó, y lo que emergió no fue un ejército del pueblo, sino un cartel disfrazado de revolución. Desde las sombras de su antigua moral, los "comandantes" actuales –hombres sin alma ni discurso, burócratas de la violencia– han llevado al ELN al paroxismo de la brutalidad. "Antonio García", "Pablo Beltrán" y sus lugartenientes no son herederos de Camilo Torres: son sus sepultureros.

Su código, otrora férreo, ha degenerado en el más despiadado pragmatismo. Ya no combaten por el pueblo, sino que lo saquean. Ya no resisten al sistema, sino que lo imitan. Ya no son revolucionarios: son una empresa criminal. En el Catatumbo, su declive ha alcanzado la categoría de tragedia griega. Allí, donde alguna vez se vieron como redentores, ahora no son más que el azote de los mismos campesinos que decían proteger. El secuestro es su liturgia, la extorsión su dogma, la masacre su sacramento.

La Defensora del Pueblo, Iris Marín, ha puesto en palabras la última verdad: el ELN ha cavado su propia tumba ideológica, su "muerte política". No hay prédicas que rediman su ferocidad. No hay justificación posible para su deriva. Lo que queda es un cadáver político que aún respira, una ruina que se niega a caer del todo, un espectro sin causa ni destino.

El ELN ha muerto, aunque aún no lo sabe. Y la pregunta que queda en el aire es si el Estado sabrá cómo enterrar este cadáver o si, en su indecisión, permitirá que siga infectando las tierras que juró proteger.

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