En mi más tierna infancia, en el Alto de la Sentencia, un rincón remoto del Alto municipio de Támesis, Antioquia, la casa donde vivíamos alguna vez fue un cementerio. En las penumbras de la noche, sombras agitadas cruzaban hacia la cocina, se deslizaban entre las plataneras, y manos peludas se interponían para cerrar el portón principal. Eran muertos en pena, almas que se resistían a quedar fuera de la casona. Pero todos los temores se disipaban el domingo en la mañana, cuando en la cantina justo al frente, las primeras notas de música mexicana llegaban como bálsamo.
Recuerdo mi primera canción siendo un infante de tres años: Renunciación del gran Javier Solís. No sabía aún nada de la vida, pero su voz parecía contármela. Justo anoche, entre los trancones de Medellín, un taxista anónimo –que alguna vez conformó un dueto con un hermano fallecido hace 20 años– me recomendó una canción inédita para mí: Dios nunca muere. La puso en el estéreo y la cantó con muy buen vibrato mientras avanzábamos lentamente entre las luces rojas de la ciudad. ¡Qué bonita emoción!
Una voz esculpida en la melancolía
En la historia de la música mexicana, pocos nombres resuenan con la fuerza de Javier Solís. Su voz, honda como un eco en la eternidad, fue el alma del bolero ranchero, un género que no solo interpretó, sino que transformó en arte. Nunca necesitó aspavientos ni grandes escenarios: su voz bastaba. No fue un galán de cine ni un escandaloso personaje de la farándula. Fue, simplemente, un cantante. Pero no uno más.
Nació como Gabriel Siria Levario el 1 de septiembre de 1931 en Tacubaya, Ciudad de México, en el seno de una familia de escasos recursos. Su madre biológica, Juana Levario Plata, se vio obligada a entregarlo a su hermana Ángela Levario y a su esposo Francisco Siria Mora, quienes lo criaron como si fuera su propio hijo. Durante muchos años, Gabriel creyó que ellos eran sus verdaderos padres, hasta que descubrió la verdad ya en su juventud.
Desde niño entendió que la supervivencia se ganaba trabajando. Fue panadero en la famosa tienda El Imperio, carnicero en La Providencia –donde aprendió el oficio del machete antes que el de la música–, cargador en mercados y lavacoches. Incluso probó suerte como boxeador aficionado. Pero el destino le tenía reservado otro ring: el escenario.
Desde joven participó en concursos de canto, donde su talento no pasó desapercibido. Noé Quintero, un maestro de solfeo, lo tomó bajo su tutela y le enseñó la técnica, la proyección y el control vocal. Su gran oportunidad llegó cuando Julito Rodríguez Reyes, exintegrante de Los Panchos, lo recomendó con el compositor Felipe Valdés Leal. Así nació Javier Solís.
El Rey del Bolero Ranchero
Con la muerte de Pedro Infante en 1957, el género ranchero necesitaba una nueva voz. Pero Solís no fue su reemplazo; fue su propio fenómeno. Su interpretación profunda y elegante no imitaba a nadie: tenía el dramatismo de la ópera y la pasión del mariachi. Modernizó el género, dejando atrás los sones campiranos para incorporar una lírica más urbana y versiones de clásicos latinoamericanos.
Entre sus álbumes más célebres destacan Fantasía Española, donde reinterpretó a Agustín Lara con una sensibilidad magistral, y Trópico, en el que su voz exploró nuevas dimensiones románticas. Su capacidad para fusionar el bolero con la ranchera le permitió grabar en Nueva York con Chuck Anderson en 1960, demostrando que su talento no tenía fronteras.
El precio de la grandeza
El éxito de Solís fue meteórico, pero su vida siempre estuvo marcada por la tragedia. Sufría intensos dolores debido a cálculos en la vesícula, pero su disciplina y amor por la música le impidieron atenderse a tiempo. Finalmente, en abril de 1966, fue hospitalizado en el nosocomio Santa Elena, en la colonia Roma, para ser operado.
Parecía que todo había salido bien, pero en la madrugada del 19 de abril, en un descuido fatal, bebió agua de limón, algo prohibido para su estado. El desequilibrio electrolítico le provocó fallas cardíacas, y a las 5:25 de la mañana, con solo 34 años, su voz se apagó para siempre. O quizás no.
Su médico homeópata, Manuel Trillanes, relató que antes de morir, Javier le suplicó que lo sacara del hospital porque se sentía muy mal. Su presentimiento era acertado: la eternidad lo esperaba.
El funeral de un inmortal
El velorio se llevó a cabo en la agencia funeraria Gayosso, y su entierro en el Panteón Jardín, en la parcela de la Asociación Nacional de Actores (ANDA). La multitud que acudió fue tan grande que la policía tuvo que intervenir. Fanáticos rompieron bardas y dañaron tumbas en su desesperación por ver de cerca el féretro del ídolo.
El impacto de su muerte traspasó fronteras. En Lima, Perú, dos jóvenes intentaron suicidarse al enterarse de la noticia, aunque fueron salvadas a tiempo. En México, su música desapareció de los estantes en cuestión de horas.
Un legado imborrable
Javier Solís nunca necesitó la parafernalia de otros artistas. No fue un ídolo de masas fabricado. Su única arma fue su voz, una voz que sigue estremeciendo a generaciones enteras.
Sus interpretaciones de Sombras, Payaso, En tu pelo, Llorarás, Llorarás y Si Dios me quita la vida siguen siendo insuperables. Más de medio siglo después de su partida, su canto aún duele, aún enamora, aún resiste.
Anoche, entre los trancones de Medellín, Dios nunca muere me lo recordó.
Javier Solís no solo cantó la vida: la interpretó con el alma. Y por eso, su voz jamás morirá en el olvido.
Solo le faltó, entre tantos oficios, el de sepulturero, pero nació para ser inmortal y rescató y desenterró muchas canciones y boleros que brotaban por su potente voz entre retortijones y lamentos estomacales e intestinales de los que continuamente aplazaba su tratamiento para cumplir una apretada agenda de presentaciones y grabaciones en muy corto tiempo, para gloria y deleite nuestro, grabó más de 300 canciones.
Aunque algunos dirán con un grito estruendoso:
¡Qué va!