Opinión

Los que imploraron al sol

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Prólogo

Por mano propia me atrevo a poner en letras lo que de siglos enmudeció. No hay pluma que pueda reconstituir los temblores del alma ni lienzo que recupere el color de la sangre derramada entre los pliegues de una historia siempre contada por vencedores. Mas en estas páginas me he propuesto, con voz humilde, rescatar los ecos de quienes fueron doblegados sin haber sido vencidos: el cacique Illán y la india Qori, cuya dignidad, amor y tragedia resplandecen aún como brasas bajo las cenizas del imperio.

De la simiente de los vencidos brota, a veces, una flor que no es del todo luto. Y si el lector presta oídos no sólo a las palabras, sino al silencio que las bordea, quizá escuche el rumor de la montaña herida, el sollozo del niño llevado a la mita, la indignación de la india ultrajada y el fulgor de un amor que ni el peso del yugo ni la mordida del acero pudieron abolir del todo.

En estas crónicas hallaréis no sólo relato, sino interludios de juicio, fragmentos de reales cédulas y testimonios distorsionados por la letra oficial. Y también, si el corazón es atento, reflexiones hondas como las de aquel que un día, encerrado en sí mismo, escribió un informe a la luz.

Que sirva esto no como historia cerrada, sino como espejo abierto.


Capítulo I: Tierra y Sol

Era el año en que el maíz no floreció temprano. En el valle alto del Qollasuyu, el cacique Illán, de linaje de sabios, conducía a su pueblo no con látigo, sino con la fuerza de la mirada. Amaba la tierra como se ama a una madre: con respeto, con temor y ternura. Qori, hija de una curandera, conocía los secretos de las hojas y de los cuerpos. Cuando se cruzaron los ojos por vez primera, hubo un temblor más hondo que los sismos que despiertan al cóndor.

En las quebradas del tiempo, los ayllus aún recordaban la armonía anterior a la irrupción. Pero ya la encomienda pesaba como collar de piedra. Y cuando llegó el primer llamado a la mita, a los jóvenes se los llevó el viento frío de Potosí, y a los viejos, la pena. Qori curaba con yerbas las heridas del alma. Illán comenzaba a sospechar que el amor es también una forma de rebelión.

Fragmento de juicio en Charcas, 1583:

“Dijo el testigo don Hernando de Aguirre que los indios del ayllu de Huancarani fueron llevados sin orden escrita del corregidor, y que uno de ellos, llamado Illán, rehusó marchar. Alegó que no era justo arrancar a los hombres del maíz que sembraron con sus propias manos. Habló con firmeza, sin levantar la voz, y muchos lo escucharon como quien oye algo olvidado.”


Capítulo II: La Marca y el Luto

Los caminos reales se volvieron sendas de dolor. Qori fue marcada en la espalda por negarse a servir en la casa del encomendero. A Illán lo llamaron insumiso, y a escondidas los corregidores escribieron cartas para hacerlo desaparecer bajo leyes que apenas conocían los escribas.

Pero hubo una noche en que Qori lloró sobre los hombros del cacique y le habló del eco. “No escucho voces”, dijo, “escucho lo que pisaron los caballos: la infancia, la dulzura, la justicia.” Y el cacique la miró como quien ve al sol por vez primera. Esa noche no hicieron el amor. Hicieron un pacto: seguirían amando a pesar del horror.

Qori pensaba que le habían enseñado a no hablar con la tierra. A no callar tanto. Pero ella escuchaba. No voces. Ecos. Ecos de decisiones tomadas por miedo. De manos que arrancaban sin mirar. De una historia que no registró los suspiros en lengua quechua. Sentía que el maíz lloraba cuando lo sembraban con cadenas. Que la dignidad aún se agitaba dentro, viva.

Creía que el sol daba calor y alumbraba. Pero también sabía que quemaba. Que a veces no era amigo, sino testigo. Y cuando el cuerpo ardía bajo su luz, no había sombra ni refugio. Solo quedaba mirar, fijos, esperando algo. Redención, tal vez. Y aunque esa redención no llegara, eso —esperar— los mantenía vivos.

Capítulo III: En la Casa del Juez

Llegó a la región el oidor don Gaspar de Lemos, y se abrió una visita de inspección. Los curacas denunciaron cobros de más, jornadas que excedían la razón, mujeres forzadas en nombre de la civilización. Y entre ellos, Illán, con túnica sobria y voz de trueno, expuso los agravios.

Don Gaspar escribió con letra pulcra: “se hallan excesos y arbitrariedades”. Pero luego cenó con los encomenderos, y los papeles fueron lavados con vino y promesas. Qori intentó curar con cantos a las mujeres devastadas. “No somos bestias ni siervas”, decía. “Somos hijas del sol”.

Fragmento de real cédula (Madrid, 1552):

“Ordenamos que ninguna india sea forzada a servir contra su voluntad, y que se mire con recato y justicia la honra de las mujeres naturales, pues son vasallas de Su Majestad como cualquier cristiano. Que los jueces pregunten no sólo lo que se dice, sino también lo que se calla.”

Illán pensaba que nadie elegía el mal por puro placer. Había visto al encomendero besar a su hija con ternura y, al mismo tiempo, enviar a un niño a morir a Potosí. No entendía cómo alguien podía ser padre y verdugo. Cómo podía cantar misa y robar sangre.

A veces pensaba que toda esta historia era una enfermedad colectiva. Y que cada vez que les cortaban la lengua o les arrancaban el corazón, algo dentro se volvía veneno. No el cuerpo: el alma. La mirada. El gesto que ya no tenía compasión. Illán se preguntaba cuánto de todo eso era culpa de ellos… y cuánto era culpa de dejarlo pasar.


Capítulo IV: La Noche de la Lengua Quemada

Una rebelión silenciosa tejieron con palabras prohibidas. La lengua quechua volvió a circular entre los niños. Qori organizó círculos de memoria. Illán aprendió a grabar historias en piedras. Pero alguien denunció. Un fraile dominico, creyendo hacer bien, los acusó de idolatría. Qori fue azotada. Illán, llevado a juicio. Allí habló como nunca:

“Nos quebraron el cuerpo, no la dignidad. Nos enseñaron una cruz sin compasión. Pero aún sabemos amar. Y quien ama no es salvaje.”

El escribano, conmovido, anotó mal a propósito. El juez cerró el proceso con un “amonéstense con severidad, pero no se les quite del todo la voz”.

Fragmento de visita de corrección en La Plata, 1590:

“Consta que se castigó a la india Qori por enseñar a leer en lengua nativa y a su compañero Illán por hablar entre los suyos del derecho a la vida. El escribano dice que no hubo tumulto, sino palabras. Y que las palabras no llevan armas, pero pueden encender hogueras. Recomiéndase vigilancia, sin ahogar del todo la voz.”


Capítulo V: El Sol no se Rinde

Pasaron años. Illán y Qori criaron un hijo que hablaba dos lenguas y soñaba con una tercera, donde nadie tuviera que agachar la cabeza. Qori envejeció cantando a las plantas. Illán murió en un solsticio, y la comunidad lo enterró como se hace con los grandes: con silencio.

El hijo se llamó Inti. Y una tarde, ante un corregidor borracho, le dijo: “Mi padre no fue un rebelde, fue un hombre digno. Y mi madre no fue servidumbre, fue medicina. No los olvidaremos.”


Epílogo

A veces imagino un mundo donde estas crónicas no harían falta. Donde la dignidad no se escriba con lágrimas. Pero mientras duela, debe contarse. No para repetir el daño, sino para impedirlo.


Carta apócrifa atribuida a don Gaspar de Lemos (fragmento, sin firma):

“…He visto cosas que no debieron pasar. Vi niñas ofrecidas como si fueran limosna, y hombres rotos como herramientas viejas. Y, sin embargo, no detuve la mano. Me dijeron que debía servir a la Corona, pero me olvidé que primero debía servir a la justicia. En Charcas me hablaban de salvación, mientras un indio sangraba por la espalda, con la mirada fija en mí, como si esperara algo. Tal vez una palabra. Tal vez un gesto. No lo hice. No supe hacerlo.

Yo, que aprendí latín y leyes, olvidé cómo se llora. Olvidé que el dolor ajeno pesa aunque se archive. Hoy, al escribir estas líneas en la soledad de la villa, sé que cada firma que puse sin leer con el alma es un espejo que me seguirá. Y si algún día se juzgan los actos, no en los papeles sino en la verdad del rostro humano, temo no salir ileso.

Dicen que todo se escribe para el Rey. Pero esta vez, escribo para los que no tuvieron lengua ni pluma. Para Illán, que habló con dignidad. Para Qori, que sanó con sus cantos. Y para el niño que jamás volverá del cerro.

Tal vez esta carta no llegue a ningún lado. Pero si sobrevive al polvo, que sirva para quien se atreva a mirar el sol sin bajar la vista.”


Glosario

Ayllu: unidad familiar y comunitaria andina.
Mita: sistema de trabajo forzado por turnos instaurado por los españoles.
Encomienda: institución colonial que otorgaba a un español el derecho a recibir tributo de los indígenas y su trabajo.
Corregidor: autoridad local española.
Real Cédula: mandato oficial del rey de España.
Oidor: juez de la Real Audiencia.


Notas históricas

La estructura de la encomienda y la mita, aunque legalmente regulada, derivó en numerosos abusos que motivaron reformas desde la Corona, como las Leyes Nuevas (1542) y diversas visitas de corrección. A pesar de lo dispuesto por cédulas reales, muchas prácticas opresivas continuaron por décadas.

Los juicios intercalados en esta crónica son recreaciones verosímiles basadas en expedientes reales del siglo XVI, conservados en archivos de Charcas, Lima y Sevilla. La forma monologada, inspirada en Informe a la luz, pretende vincular el sentir humano profundo con las estructuras coloniales y sus consecuencias.

Esta crónica no es una fábula. Es una flor brotada de la ignominia.


Extractos documentales

1. Leyes de los Reyes de las Indias, Ley de Encomienda:
“Los indios son como niños que necesitan ser corregidos y guiados por los cristianos, pues son bárbaros y sin razón…”


2. Ley de Repartición de Tierras, 1513:
“Los indios, al ser simples y sin entendimiento, están obligados a trabajar la tierra…”


3. Testimonio de Colonos en el Juicio de Bartolomé de las Casas (1542):
“Los indios no tienen alma ni voluntad propia, son bestias que deben ser domadas…”


4. Ordenanza de Buen Gobierno, 1573:
“…aunque los indios sean tratados como niños…, no pueden superar su condición salvaje sin la autoridad del encomendero.”

Nota final con moraleja:

Algunos mestizos en el presente califican peyorativamente de “indiamenta” a opuestos o detractores, ignorando su sangre aborigen o aún peor, que todos somos hermanos por ser hijos de Dios, o que somos principes por ser hijos del rey,  como dijo Facundo Cabral. Israelitas y  palestinos descendientes del mismo padre Abraham, los primeros creyéndose mejores y con el derecho de exterminar a los otros, cuando hace muy poco un artista frustrado con esvástica quiso también extermimarles. Interminables temores, generan un sin fin de agresiones. Dime que presumes y te diré de que careces.

Ya no nos separamos entre morales e inmorales, ahora coexisten los amorales, a quienes les importa poco o nada lo correcto o lo incorrecto y no me refiero solo a Nerón, Hitler, Stalin o al protagonista de la obra: "Cómo mi familia creo al hombre más peligroso del mundo", escrito por la psicóloga PHD. Mary L. Trump.

Vi hombres con trajes blancos y diplomas decorando su pared, diciendo que la violencia es un problema de conducta. Pero nadie miraba a los ojos del niño silenciado. Nadie quería saber de sus heridas. Solo de la estadística.
Y cuando uno pregunta por la herida —de verdad, con las entrañas— te llaman sentimental, peligroso, poco profesional.

Yo vi: al niño golpeado que se convirtió en dictador, al soldado torturado que se volvió torturador, al huérfano que construyó imperios con muros de miedo, al terapeuta que nunca sanó su infancia y repite fórmulas vacías, al sabio que dejó de escuchar y se volvió funcionario de su ego.

El ser humano, sometido a tratamiento, sigue fabricando armas más eficaces. Ha hecho de su psiquis un campo de pruebas. Está construyendo la bomba definitiva: la interior.

Valdría preguntarnos haciendo inferencias interminables sobre los análisis de Gabor Maté en "El reino de los fantasmas hambrientos" (In the Realm of Hungry Ghosts), donde expone lapidariamente la idea detrás de la frase “No preguntes qué tiene esta persona, pregunta qué le pasó”, para comprender sus actuaciones, que podría menguar con un simple "lo siento, discúlpame, creo que me sobrepasé o ya fue suficiente".

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